miércoles, 16 de abril de 2008

La Peste

Las siete personas que cuidarían las tumbas esa noche esperaban en la entrada del cementerio. El día llegaba a su fin y el sol se despedía, con una caricia cálida, de los viejos mausoleos de mármol que descansaban entre las lápidas roídas y las flores marchitas. Marcela contemplaba el lugar con algo de admiración y miedo, nunca había estado en un cementerio a la hora de cerrar y probablemente jamás lo habría hecho, si no fuera por ayudar a los familiares de las víctimas. Junto a ella se encontraba su hermana Celina, su tía Ángela, su compañero de trabajo Raul y tres personas que no conocía. Por lo general, la labor de cuidar la evidencia lo hacían los cuerpos de seguridad, pero como ellos eran sospechosos no podían dejarlos a solas en las excavaciones.

Los policías llegaron ya entrada la noche, parecían asustados y no se disculparon por la tardanza. El grupo se sentó en la parte trasera de la patrulla. Marcela observaba el camino a través de la ventana enrejada. De cerca los mausoleos eran más impresionantes. La luz blanca de la luna dibujaba pavorosas sombras en los rostros de las estatuas aladas y, cada tanto, develaba el nombre de la persona que reposaba en alguna tumba. A medida que se acercaban a la montaña, el camino se tornó más oscuro y las sepulcros más escasos y humildes, hasta que desaparecieron por completo cuando comenzaron a subir.

El vehículo ascendió poco a poco y se detuvo en la cima. Bajo la tenue luz de una lámpara, que colgaba de una gran carpa, escucharon las instrucciones de lo que debían hacer: inspeccionar las excavaciones cada dos horas.

La patrulla se marchó y los dejó solos. Marcela, Celina y Raul fueron seleccionados para llevar a cabo la primera inspección. A la orilla del camino observaron el paisaje; de frente, el valle de luces se extendía de oeste a este y desaparecía sobre la gran montaña que los separaba del mar; abajo, la oscuridad ocultaba la existencia de un cementerio, solo el fétido olor que aumentaba a medida que se acercaban a las tumbas abiertas les indicaba que no estaban de excursión.

Las fosas se encontraban al borde del camino, sobre el barranco. Estaban tapadas con una lona negra sostenida por estacas. Al lado, también cubiertos, se encontraban los restos de los cadáveres recuperados por los médicos forenses. Se estimaba que había al menos sesenta y ocho personas enterradas, unas sobre otras, todas fallecidas durante los saqueos acontecidos dos años atrás.

Al regresar al campamento, encontraron a los demás discutiendo. Ricardo, uno de los chicos que Marcela no conocía, propuso jugar a la Ouija. A Ángela le parecía una maravillosa idea. Yolimar no quería. Raúl y Pedro, un amigo de él, apoyaron la moción sin titubeos. Marcela y Celina se opusieron. Pero al final ganó la mayoría y todos entraron dentro de la tienda.

Ricardo quedó encargado de invocar los espíritus. Con su rostro distorsionando por la luz de la linterna solicitó rezarán un padre nuestro. Marcela intentó tres veces completar la oración, pero no pudo recordar las palabras. A Celina y Yolimar les pasó lo mismo. Angela no se lo sabía. Los únicos capaces de terminar la tarea fueron los tres hombres.

Ricardo inició el segundo paso, con sus dos manos tocó el vaso, le pidió a los demás que hicieron lo mismo, y luego preguntó en voz alta si había alguna entidad que quisiera manifestarse. Marcela no podía despegar la vista de la tablilla, ni mover ninguna parte de su cuerpo. Los demás tampoco. Pero nada sucedió.

Entonces, Ricardo decidió intentarlo de nuevo. Mientras repetía su pregunta, Yolimar, quien se encontraba sentada de espaldas a la entrada, gritó, y todos observaron su rostro deformado por el pánico.

–Algo o alguien sacudió la puerta de la carpa– dijo, cuando pudo recuperar el habla.

Asustados, salieron de la tienda. Afuera no había nadie, pero a lo lejos, en dirección a las tumbas, la luz de la luna les debeló la lona ondeando y, parado al borde de la fosa, les pareció observar la silueta de un hombre que sostenía un arma, la cual, para su asombro, se desvaneció entre las espesas gotas de lluvia que comenzaron a caer.

–Tenemos que tapar la fosa –dijo Yolimar dando fin al atónito silencio que los invadió.
Ninguno quería subir. Culpaban a su imaginación por jugar con la oscuridad y el miedo a crear espejismos, pero no deseaban comprobar si era cierto.
–Es nuestro deber cuidar la evidencia – insistió Yolimar empapada por la lluvia que arreciaba.
Al final, sin poder rebatir el argumento, decidieron ir en dos grupos: las mujeres se encargarían de la lona y los hombres de revisar los alrededores. Con las linternas inspeccionaron todo el lugar, incluso detrás de la enorme roca que fungía de lapida, pero no encontraron a nadie. Celina, por su parte, trataba de alcanzar una de las puntas de la lona, mientras Marcela buscaba la estaca. La consiguió al borde de la fosa oscura.

Cuando se levantó, encontró a Celina parada a su lado. Frente a ella había un hombre. En su mano derecha sostenía un revolver y apuntaba al rostro de su hermana. Celina asustada retrocedió y cayó dentro de la fosa, llevándose parte del borde que no soportó su peso. El hombre bajó el arma, miró a Marcela, le dedicó una sonrisa cómplice y desapareció.

Marcela, alumbrando dentro de la fosa, llamó a su hermana con desespero. Celina no le respondió. La consiguió sentada en el suelo, petrificada de miedo, mirando a la pared frente a ella. La misma que se había desmoronado en su caída. Cerca del rostro de su hermana, Marcela observó una mano, de piel putrefacta, que colgaba. Abajo, entre los pies de Celina había un arma. La lluvia inclemente abrazaba toda la escena.

Ocho meses después del hallazgo, las hermanas Recio se enteraron de la identidad del hombre que conocieron esa noche. En vida fue uno de los hampones más peligrosos de Nuevo Horizonte. Según las investigaciones murió durante un tiroteo. Las circunstancias nunca fueron aclaradas, pero se presume que los culpables lo enterraron ahí, esperando desaparecerlo entre el anonimato y la impunidad que envolvían a las fosas comunes de La Peste.