viernes, 23 de septiembre de 2016

Chacao ha sido tomado por los gatos


Chacao ha sido tomado por los gatos, no importa lo que diga Ramón Muchacho. En mi edificio viven dos. Uno de ellos es un tipo rudo, flaco, se le ven las costillas y tiene una cicatriz en la cara que atraviesa por arriba su ojo. Menos mal que es blanco, de ser negro daría más miedo. Ahora, a pesar de su aspecto es un gato simpático. Si te detienes a hablar por teléfono en el pasillo va y se sienta a tu lado. Claro que esta buscando comida o cariño, pero no te lo pide. Solo se para a tu lado y mira para otro lado. La otra es una gata. Ella si es bonita, blanca con manchas marrones. Por lo general esta recostada en el piso, descansando, como si fuera Cleopatra. Cuando te ve maúlla, pero rara vez se mueve. A veces aparece una tercera gata de pelo largo y gris. Ella es la más bella de los tres, pero tengo tiempo que no la veo. Capaz alguien la adopto. Ellos entran y salen cuando quieren del edificio. Hay vecinos que les dan de comer. Pero esto trae problemas. Otros vecinos se quejan de su presencia. Dicen que la planta baja huele a pupú y pipi de gato. Yo no he olido nada en la planta baja, pero he de reconocer que en el sótano, donde estaciono mi carro, si que huele mal. Una vez conseguí a uno de los gatos durmiendo en el techo de mi carro. Se veía tan placido, tan feliz. Digan lo que digan, no puedo enojarme con ellos. Son unos animales hermosos y tienen el mismo derecho que nosotros de vivir en la ciudad y cagar donde les de la gana. Este es un país libre. Bueno, en el edificio solo tenemos dos (a veces tres), pero no bien sales a la calle y caminas por un lado de Parque Cristal te consigues con una manda (¿se dirá así?), en fin, son un montón. Si pasas por ahí tipo cinco de la tarde puedes ver a unas cuantas personas dándoles comida o acariciándolos. Eso también trae problema con los vecinos, algunos se quejan, que si el olor, la mugre, etc. Hay unos gatos maravillosos ahí, unos muy pequeñitos, otros grandes, unos de pelos largos, otro cortos. Hay de todos los colores. Son un montón. En el instituto donde estudio también hay dos o tres gatos. No les den de comer que se quedan y luego se reproducen y luego son un montón y no se sabe que hacer con ellos, nos dijo un día una profesora. Pero es imposible no sentarse en un rincón y acariciarlos y darles algo de comer. Casi todos los chicos que estudian conmigo lo hacen. Son tan lindos y simpáticos. Se acercan a ti y te maúllan. Les encanta que les hagas cariños. ¿Cómo no prestarles atención? ¿Se creen que la gente es así de desalmada? Ellos también tienen derecho de vivir en esta ciudad pienso yo, pero no todos comparten mi opinión. El otro día vi a una vecina espantando a uno de los gatos. El, como buen felino, era mucho más ágil y escapo sin problemas. Salto al muro, se escurrió por un huequito de la reja y salió. Seguro no tardo en entrar no bien se fuera la señora. ¿Quién se lo impide? Es un gato, un alma libre y es ágil, puede volver cuando quiera. En el Parque del Este también hay gatos. Los he visto persiguiendo pájaros, recostados a la orilla del camino. Había uno que, válgame dios, era el más bello de todos los gatos del municipio. Limpio, esponjoso, bello, relajado, tomando sol recostado sobre la tierra. Se ve que comía bien, por que su condición física era perfecta. En fin, como les he dicho, Chacao ha sido tomado por los gatos, no importa lo que diga Ramón Muchacho, ahí están, nadie parece acecharlos para comérselos. Ellos no se ven preocupados, te miran y te maúllan con tranquilidad. Son tan bonitos, traen tantos problemas con los vecinos.

martes, 17 de enero de 2012

Yuruaní y el manto mágico

Capitulo I

Yuruaní cantaba, sentada en la orilla sin apartar su mirada del río. Era un canto lindo y melancólico, parecido al lento recorrido del agua que cruzaba entre sus pies. La niña estaba preocupada y necesitaba ayuda, por eso había acudido a ese lugar. Como no podía ir con su madre ni con su padre, y mucho menos con el abuelo, le urgía, entonces, encontrar a su amigo Arú.

En eso pensaba Yuruaní, con la vista fija en el fondo, cuando empezó a formarse, atrás en el río, al pie de la pequeña cascada, un remolino de agua azul. Al principio, el cambio en la corriente fue solo un leve movimiento circular, pero luego, a medida que Yuruaní cantaba, creció y creció hasta alcanzar una gran velocidad.

La niña, inmersa en su pensamiento y su canto, no percibió la alteración del agua y tampoco vio surgir, desde adentro del profundo espiral, la roja cabellera del esbelto y enigmático muchacho que se acercaba a ella, desplazándose sobre la corriente.

Tan concentrada estaba Yuruaní en sus problemas que no se dio cuenta de la presencia de su amigo, hasta que los largos y delgados dedos de él tocaron su hombro.

–Arú, ¡qué alegría verte! –dijo Yuruaní, luego de reponerse de la sorpresa.
–Tu llamada también me alegra –le respondió Arú, esbozando una delicada sonrisa–, pero ¿por qué lo has hecho?, sabes que es peligroso.
–Naba desapareció, y temo lo peor –respondió la niña, y le contó lo sucedido.

Naba era una pequeña danta que Yuruaní había encontrado mal herida una semana atrás. Yuruaní solía pasear por el bosque, recogía los animalitos heridos y los curaba. Esto lo hacía a escondidas de su familia porque no tenía permitido usar las artes curativas de su abuelo. Se lo prohibieron el día que la encontraron realizando el rito para extraer mapic de las hojas. Según su mamá y su papá, era muy pequeña para controlar esos poderes y podía hacerse daño. Pero Yuruaní, que solía respetar los deseos de sus padres, en esa oportunidad no hizo caso y siguió espiando a su abuelo, y realizando brebajes y hechizos curativos cuando no la veían.

Para ella, ayudar a sus amigos era mucho más importante que su propio bienestar. Por eso, cuando consiguió a Naba herida y sin conocimiento, se la llevó a su escondrijo, una cueva oculta entre los árboles, y la cuidó durante varios días.

–Se recuperó al quinto día –explicó Yuruaní–, ya estaba mucho mejor. Le di de comer y recostó su cabecita en mis piernas, fue muy bonito. Pero, cuando volví al día siguiente ya no estaba y encontré rastros de pelea. Algo me dice, muy dentro de mi corazón, que se la llevó el mismo que le había hecho daño.
–Yu, solo son suposiciones tuyas, con seguridad el animalito se sintió mejor y se fue dejando todo desordenado –señaló Arú.
–Arú, mis papás podrían decirme eso, pero tú no –respondió Yuruaní ofendida–, mis corazonadas te salvaron una vez, ¿recuerdas?, en este caso ocurre lo mismo.

Arú bajó la mirada avergonzado. Yuruaní tenía razón. Él seguía vivo gracias a ese extraño don y a la valentía de esa pequeña que, a pesar de todo el mal que él le había causado, arriesgó su vida para salvarlo.

–Lo siento, no volveré a dudar de ti –se disculpó Arú.
–¡Ni a raptarme! –recalcó la niña, de mejor humor.
–No me recuerdes eso –protestó su amigo–, ya te he pedido disculpas un millón de veces.

Arú era un Encantador del río y ellos solían capturar niños y llevárselos bajo engaño a su mundo, más allá del tiempo y del fondo del agua, para dejarlos allí atrapados, lejos de sus familias. No lo hacían por mal, sino por el amor al canto y al baile, y cuando encontraban un chiquillo excepcional en estas artes, no podían contenerse. Y eso fue lo que ocurrió con Yuruaní. Ella tenía la voz más hermosa de todas las que Arú había oído en su larga, larguísima vida. Por eso, cuando la escuchó cantar por primera vez, no dudó ni un instante en arrastrarla hasta su tierra de origen.

–Pero cómo olvidarlo –dijo la niña sonriendo–, fue así como nos conocimos y nos hicimos amigos.
–Bueno, pero basta, que también hay muchos recuerdos dolorosos –replicó Arú–, ahora cuéntame, ¿exactamente para qué me has llamado? –dijo a continuación, buscando cambiar el tema.
–Quiero que me lleves con Muuna, necesito que ella me ayude a averiguar el paradero de Naba –le explicó la niña.
–De ninguna manera Yu, es muy peligroso, tú no puedes regresar. Aikmá quiere capturarte y se ha vuelto más poderoso, podría hacerte daño, y eso no me lo perdonaría jamás.
–Pero debo encontrar a Naba, ella corre peligro, lo presiento, no la puedo dejar morir. Arú, por el fuerte lazo que nos une, tienes que ayudarme.
–Podría ser una trampa.
–Lo sé, pero es un riesgo que debo correr.
–Podrías quedar atrapada para siempre en mi mundo y no volver a ver a tu familia.
–Lo sé, lo sé, pero esto es más importante, por favor –suplicó Yuruaní.

Arú calló durante un momento. Conocía muy bien a su amiga. Sabía que nada la haría cambiar de idea. Alguien corría peligro, y ella no iba a descansar hasta ponerlo a salvo.

–Está bien, pero no te apartarás de mi lado en ningún momento –le advirtió Arú–, yo también me he vuelto más poderoso y esta vez Aikmá no me vencerá.
–Gracias –dijo Yuruaní abrazándolo–, todo va a salir bien, ya vas a ver.
–Espero que tengas razón –agregó Arú.

Y así, los dos amigos se levantaron. Yuruaní tomó del suelo su carcaj de mimbre donde guardaba la cerbatana y los dardos, y lo colgó a su espalda. Luego agarró su pequeña cartera de moriche donde llevaba las pociones y demás utensilios para hechizos, y la sujetó a su cintura. Cuando terminó de acomodarse, rodeó con sus brazos a Arú. Él la sujetó con fuerza y la llevó sobre el agua hasta la boca del remolino. Al llegar al centro se sumergieron en la corriente azul y desaparecieron bajo el movimiento circular, que poco a poco se fue cerrando hasta desvanecerse en un minúsculo punto.

domingo, 15 de junio de 2008

Las dos opciones

En la mañana, Isabela Tórreles aún continuaba molesta. Observando su imagen, en el espejo del baño, repasaba las palabras del terapeuta:

–Una mujer abandonada reacciona de dos formas: se enoja con todos los hombres y se aísla, o se vuelve loca y tiene relaciones sexuales con cualquiera.

Mirándose a los ojos, sintió crecer en su interior una inmensurable rabia. “Este estúpido quien se cree para hablar así de las mujeres”, pensó y luego, sin poder evitarlo, recordó el día que se fue su marido de la casa.

Tres años habían pasado, pero el dolor y la ira se mantenían intactos. Aun sentía un hueco en el estómago al recordar el correo electrónico de esa mujer y la foto, de ellos, desnudos, besándose, en un cuarto de hotel.

“Esa puta perra que el otro imbécil ama... ojalá y sea el hombre más miserable del mundo… espero que jamás sean felices, ni juntos, ni separados, ni con nadie más...”, pensó.

Trató de calmarse, pero un recuerdo la llevo a otro, y escucho de nuevo las palabras de su marido explicándole que el problema era ella. Ella que no sabía vivir sin él. Ella que no hacía nada bien. Ella que no era capaz de excitarlo. Él insultándola de esa manera y ella llorando y suplicando. Que estúpida había sido. Y al final se marchó, dejándola sola, sin plata y con los niños preguntando por él.

–¡Mamá, necesito el baño! –la interrumpió su hijo golpeando la puerta.

–¡Te esperas! –gritó y el niño se marcho cabizbajo.

Terminó de arreglarse y fue a preparar el desayuno. Ahora, sus pensamientos repasaban los días de soledad, de enfermedades y desvelos por los hijos. El resentimiento la asaltaba y no podía calmarse.

Llamó a su hija, pero aún no estaba vestida. Enloqueció a gritos, iban a llegar tarde. Le puso la ropa a empujones y comenzó a peinarla. Desenredaba el largo cabello sin ningún cuidado. La niña, adolorida, reprimía las lágrimas.

Ya listos, se sentaron a comer. Sus hijos, callados, masticaban a su lado. Ella solo pensaba en las deudas que se acumulaban. Al terminar, se cepillaron los dientes y se marcharon. Llegaron al colegio sin contratiempos e Isabela continúo rumbo a su trabajo.

Al llegar, se topo con su superior, y, al verlo, no pudo evitar recordar a su terapeuta:

–Aún no superas la ruptura de tu matrimonio y lo pagas con todos los hombres que te rodean, sobre todo con tu jefe.

“Mentira –pensó, mientras lo saludaba– Yo no tengo la culpa de que este güevon me mandara a callar en frente de todos. Se merecía que me levantara y lo dejara hablando solo. Quién se ha creído. Tuvimos algo, si, pero eso no le da poder sobre mí”.

Él le devolvió los buenos días y ella se fue a su escritorio. Prendió la computadora y buscó una taza de café. Cuando se disponía a revisar sus correos sonó el teléfono.

–No, lo siento, esa no es mi tarjeta de crédito –dijo, respondiendo la llamada–… si, lo conozco, es mi ex marido… Lo siento, pero si quiere anote su nuevo teléfono y usted misma le informa de la deuda… Lo entiendo, son más de seis meses sin pagar, pero no es mi culpa… No, ya no tengo nada que ver con él, disculpe –se excusó antes de colgar.

“Y pensar que por este hijo de puta y sus deudas no me dieron el crédito del auto, quien se iba a imaginar que tener una extensión de su tarjeta dañaría mi record” –protestaba para sí mientras respondía los correos.

Concluida la tarea, empezó a prepararse para la reunión de la tarde, revisando, con la gente a su cargo, cuánto habían avanzado en las tareas y si cumplirían las fechas estimadas de entrega. Se reunió con cada uno de ellos y, durante dos horas, solo escuchó razones justificando los retrasos. Se detuvo más tiempo con aquellos donde consideró que la explicación no bastaba.

–Excusas –le dijo al sexto empleado con el que se reunía–, tú has hecho esa tarea un montón de veces y sabes muy bien que no lleva más de una hora.

–Pero es que ayer me interrumpieron para…

–Mentira, ayer te vi haciendo cosas que nada tienen que ver con el trabajo, esta es la segunda vez que te lo digo, si no mejoras, no habrá una tercera oportunidad.

El chico salió muy molesto de la sala de reuniones, e Isabela, intentado calmarse, se quedo un rato repasando sus apuntes. Luego, actualizó el reporte que debía entregar en la tarde y, con preocupación, notó que estaban sumamente atrasados.

Intentó, entonces, para adelantar, resolver ella misma varias cosas, pero una llamada telefónica la interrumpió. Era un cliente enojado.

–Sí, entiendo, estamos haciendo lo posible por cumplir con usted… claro que comprendo la importancia, voy a tratar de tenerlo esta misma tarde… no, lo siento, antes va a ser imposible… puede hablar con mi jefe, no tengo ningún problema, ¿tiene su número?… ok, hasta luego.

“Este estúpido que se cree –pensó mientras colgaba–, me va a acusar con mi jefe, güevon, como si eso fuera a cambiar las cosas, si no se puede, no se puede”.

Al fin, pudo trabajar sin interrupciones y resolvió varias tareas. Al terminar, se fue a almorzar. Comió en treinta minutos y regresó a su puesto.

La reunión comenzó a las dos de la tarde, estaban todos los coordinadores y su jefe. El primero en hablar fue uno de los vendedores.

–Me gustaría saber si ya esta lista mi solicitud de hace dos semanas –le preguntó a Isabela.

–Hmm… –dijo ella revisando su reporte–, ya esta asignada y tiene fecha de entrega para dentro de dos meses –explicó.

–¡No pude ser! –replicó el otro– esto es muy urgente, es un nuevo cliente y no podemos esperar tanto.

–Lo siento, pero tenemos dos personas enfermas, una en período de prueba, y varios requerimientos de clientes más importantes –le indicó.

–¡Siempre lo mismo! –se quejó–, ¿Es que no entiendes la gravedad de esto?

–El que no entiende eres tú –dijo Isabela enojada–, hacemos lo que podemos.

El presidente de la compañía intervino y calmó las cosas. El resto de la reunión continuó igual de tensa pero sin gritos. Al terminar, todos se fueron, menos Isabela y su jefe.

–Tienes que controlar ese carácter Isabela –le dijo cuando se quedaron solos–, sabes que eso te impide ascender en la empresa.

–Y tú tienes que controlar a tus vendedores –le respondió ella.

–¿Porqué me tratas así?

“Pero este imbécil quién se cree” –pensó ella.

–Con ese carácter no vas a conseguir nunca un novio –continuó.

Isabela no dijo nada, pero se lo quedo mirando con rabia.

–Tienes que mejorar tu carácter y tu apariencia, mírate, estas toda despeinada y sin maquillaje.

“Por favor, como pude involucrarme con este tipo” –rumió para sí.

–Tú eres una mujer muy atractiva, pero tienes que venderte mejor, por ejemplo, ¿no has pensado en operarte los senos? Con unos más grandes tendrías a muchos hombres a tus pies.

–No me interesa un tipo que solo se fije en mis tetas –respondió Isabela– ¿Necesitas algo o me puedo ir? –cortó la conversación poniéndose de pie.

Su jefe se levantó, la tomo por los brazos e intentó besarla.

–Que te pasa –le dijo ella apartando el rostro–, yo no me voy a enredar más con hombres casados… y menos en donde trabajo –agregó, cerrando la puerta al salir.

“Cómo puede el terapeuta echarme toda la culpa a mí –pensó mientras caminaba a su escritorio–, es imposible que lo trate bien si me dice esa cantidad de estupideces”.

–Isabela, podrías ayudarme, aún no puedo solucionar… –la interrumpió en el camino uno de los empleados.

–Lo siento, ahora no puedo, resuélvelo solo –le contestó de mala gana y se fue a sentar.

“Es que no me van a dejar trabajar en paz” –pensó.

Por suerte, el resto de la tarde fue distinta, nadie más la molestó y pudo trabajar con tranquilidad, incluso, cuando llegó la hora de irse, se sentía contenta.

–Isabela, por favor, necesito tu ayuda –la detuvo un compañero de trabajo en la puerta.

–Ya es tarde, ¿no puede esperar a mañana?

–No, el sistema esta caído y no funciona, es un emergencia

–Pero tengo que buscar a mis hijos

–El cliente me está llamando cada 5 minutos, te necesito

Isabela llamó a su mamá, le pidió que pasara buscando a los niños, y volvió a sentarse en su escritorio.

Trabajó durante un rato, sin lograr resolver el inconveniente. El resto de la gente se fue yendo poco a poco y, al final, se encontró en la oficina a solas con su compañero, desesperada y molesta.

–¡Coño! –gritó– es tarde, me quiero ir y la verdad no me importa si no se soluciona.

–Pero el cliente está al teléfono, y no podemos dejarlo así, estamos perdiendo dinero

–No joda, ¿acaso soy la única que puede hacer esto?, ¿y los demás?

–Tranquila…

–Tranquila un coño… esta compañía es una mierda… y ni si quiera me pagan bien.

Al final, consiguió resolverlo, pero antes de irse a su casa tuvo que esperar medía hora más hasta comprobar que todo marchaba con normalidad.

Al llegar, sus hijos estaban comiendo, la abuela se despidió y los dejó solos. Isabela exhausta se sentó con ellos, sin poder dejar de pensar en el trabajo y los problemas que había tenido. Todos comían en silencio, cuando el niño, intentando agarrar el vaso, lo golpeo y esparció el contenido sobre la mesa. El líquido fue a dar en la falda de su madre.

–¡Coño, pero es que no pueden hacer nada bien! – gritó levantándose y secándose con una servilleta.

Los niños, asustados, la miraron con lágrimas en los ojos, y en ese momento, al observar como sus pequeños cuerpos temblaban de miedo, Isabela comprendió que el terapeuta, al fin y al cabo, tenía razón.

–Incluso, lo pagas con tus hijos, que nada tienen que ver –recordó mientras se encerraba en el baño y se lavaba la cara para ocultar las lágrimas.

Y ahí, observando su reflejo en el espejo, Isabella Tórreles se dio cuenta: se había transformado en una fiera monstruosa. Con la vista fija en su imagen, repasaba su rostro. El cambio físico era casi imperceptible, solo la delataban las pequeñas arrugas de su ceño y el leve torcimiento de la boca, pero ella sabía que la grotesca transformación era interna y que, de una u otra forma, era percibido por quienes la rodeaban. Y entonces, se acordó de las dos opciones de una mujer abandonada y se sintió peor.

“Y entre esas dos posibilidades, yo tuve que escoger la peor”.

miércoles, 16 de abril de 2008

La Peste

Las siete personas que cuidarían las tumbas esa noche esperaban en la entrada del cementerio. El día llegaba a su fin y el sol se despedía, con una caricia cálida, de los viejos mausoleos de mármol que descansaban entre las lápidas roídas y las flores marchitas. Marcela contemplaba el lugar con algo de admiración y miedo, nunca había estado en un cementerio a la hora de cerrar y probablemente jamás lo habría hecho, si no fuera por ayudar a los familiares de las víctimas. Junto a ella se encontraba su hermana Celina, su tía Ángela, su compañero de trabajo Raul y tres personas que no conocía. Por lo general, la labor de cuidar la evidencia lo hacían los cuerpos de seguridad, pero como ellos eran sospechosos no podían dejarlos a solas en las excavaciones.

Los policías llegaron ya entrada la noche, parecían asustados y no se disculparon por la tardanza. El grupo se sentó en la parte trasera de la patrulla. Marcela observaba el camino a través de la ventana enrejada. De cerca los mausoleos eran más impresionantes. La luz blanca de la luna dibujaba pavorosas sombras en los rostros de las estatuas aladas y, cada tanto, develaba el nombre de la persona que reposaba en alguna tumba. A medida que se acercaban a la montaña, el camino se tornó más oscuro y las sepulcros más escasos y humildes, hasta que desaparecieron por completo cuando comenzaron a subir.

El vehículo ascendió poco a poco y se detuvo en la cima. Bajo la tenue luz de una lámpara, que colgaba de una gran carpa, escucharon las instrucciones de lo que debían hacer: inspeccionar las excavaciones cada dos horas.

La patrulla se marchó y los dejó solos. Marcela, Celina y Raul fueron seleccionados para llevar a cabo la primera inspección. A la orilla del camino observaron el paisaje; de frente, el valle de luces se extendía de oeste a este y desaparecía sobre la gran montaña que los separaba del mar; abajo, la oscuridad ocultaba la existencia de un cementerio, solo el fétido olor que aumentaba a medida que se acercaban a las tumbas abiertas les indicaba que no estaban de excursión.

Las fosas se encontraban al borde del camino, sobre el barranco. Estaban tapadas con una lona negra sostenida por estacas. Al lado, también cubiertos, se encontraban los restos de los cadáveres recuperados por los médicos forenses. Se estimaba que había al menos sesenta y ocho personas enterradas, unas sobre otras, todas fallecidas durante los saqueos acontecidos dos años atrás.

Al regresar al campamento, encontraron a los demás discutiendo. Ricardo, uno de los chicos que Marcela no conocía, propuso jugar a la Ouija. A Ángela le parecía una maravillosa idea. Yolimar no quería. Raúl y Pedro, un amigo de él, apoyaron la moción sin titubeos. Marcela y Celina se opusieron. Pero al final ganó la mayoría y todos entraron dentro de la tienda.

Ricardo quedó encargado de invocar los espíritus. Con su rostro distorsionando por la luz de la linterna solicitó rezarán un padre nuestro. Marcela intentó tres veces completar la oración, pero no pudo recordar las palabras. A Celina y Yolimar les pasó lo mismo. Angela no se lo sabía. Los únicos capaces de terminar la tarea fueron los tres hombres.

Ricardo inició el segundo paso, con sus dos manos tocó el vaso, le pidió a los demás que hicieron lo mismo, y luego preguntó en voz alta si había alguna entidad que quisiera manifestarse. Marcela no podía despegar la vista de la tablilla, ni mover ninguna parte de su cuerpo. Los demás tampoco. Pero nada sucedió.

Entonces, Ricardo decidió intentarlo de nuevo. Mientras repetía su pregunta, Yolimar, quien se encontraba sentada de espaldas a la entrada, gritó, y todos observaron su rostro deformado por el pánico.

–Algo o alguien sacudió la puerta de la carpa– dijo, cuando pudo recuperar el habla.

Asustados, salieron de la tienda. Afuera no había nadie, pero a lo lejos, en dirección a las tumbas, la luz de la luna les debeló la lona ondeando y, parado al borde de la fosa, les pareció observar la silueta de un hombre que sostenía un arma, la cual, para su asombro, se desvaneció entre las espesas gotas de lluvia que comenzaron a caer.

–Tenemos que tapar la fosa –dijo Yolimar dando fin al atónito silencio que los invadió.
Ninguno quería subir. Culpaban a su imaginación por jugar con la oscuridad y el miedo a crear espejismos, pero no deseaban comprobar si era cierto.
–Es nuestro deber cuidar la evidencia – insistió Yolimar empapada por la lluvia que arreciaba.
Al final, sin poder rebatir el argumento, decidieron ir en dos grupos: las mujeres se encargarían de la lona y los hombres de revisar los alrededores. Con las linternas inspeccionaron todo el lugar, incluso detrás de la enorme roca que fungía de lapida, pero no encontraron a nadie. Celina, por su parte, trataba de alcanzar una de las puntas de la lona, mientras Marcela buscaba la estaca. La consiguió al borde de la fosa oscura.

Cuando se levantó, encontró a Celina parada a su lado. Frente a ella había un hombre. En su mano derecha sostenía un revolver y apuntaba al rostro de su hermana. Celina asustada retrocedió y cayó dentro de la fosa, llevándose parte del borde que no soportó su peso. El hombre bajó el arma, miró a Marcela, le dedicó una sonrisa cómplice y desapareció.

Marcela, alumbrando dentro de la fosa, llamó a su hermana con desespero. Celina no le respondió. La consiguió sentada en el suelo, petrificada de miedo, mirando a la pared frente a ella. La misma que se había desmoronado en su caída. Cerca del rostro de su hermana, Marcela observó una mano, de piel putrefacta, que colgaba. Abajo, entre los pies de Celina había un arma. La lluvia inclemente abrazaba toda la escena.

Ocho meses después del hallazgo, las hermanas Recio se enteraron de la identidad del hombre que conocieron esa noche. En vida fue uno de los hampones más peligrosos de Nuevo Horizonte. Según las investigaciones murió durante un tiroteo. Las circunstancias nunca fueron aclaradas, pero se presume que los culpables lo enterraron ahí, esperando desaparecerlo entre el anonimato y la impunidad que envolvían a las fosas comunes de La Peste.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El espíritu

Ella, de espaldas al altar, mira el río correr. Hoy, él partirá suspendido sobre las aguas cristalinas y turbulentas de la deidad, quién, en su viaje, lo apartará para siempre de su lado. A su espalda, el sacerdote canta y golpea contra su cuerpo la enorme ave, ofrenda del ritual.

Ella, desconoce el tiempo que él lleva aferrado a su aliento. Lo ha visto una sola vez, esa noche, cuando entre dormida y despierta, lo sintió al borde de la cama. Describirlo no puede, él es de aura, inmaterial, como un sueño. De ese encuentro recuerda, con azoramiento, un gélido vaho rosando sus labios.

El sacerdote ha dado la orden, ella tiene que partir, avanza sin mirar atrás. Sube las escaleras y espera. A orillas del río, la inmolación se lleva a cabo y el tozudo enamorado es obligado a quedarse, a no seguirla, es encerrado dentro de ese cuerpo sin vida. En seguida, el sacerdote eleva sus plegarias y, desde el torrente, las manos salpicadas de la diosa lo toman y lo arrastran. Ella lo siente, sabe que se ha ido, percibe la energía regresando a su cuerpo.

En la noche, duerme tranquila por primera vez. En el sueño, se ve deambulando entre las tiendas de un mercado de pueblo. Es de día, está rodeada de flores y frutas, de colores y perfumes, de sonrisas. Ella va caminando, observando, feliz. Entonces, al pasar al lado de un canasto, se asoma un espíritu, aire condensado con forma de llama, que al verla se enamora de ella.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Aniversario

Eduardo, sentado en la cama, observaba la habitación. Beatriz llegaría en cualquier momento y esperaba que los detalles revivieran aquella noche. La misma habitación, el mismo vino, el mismo día; lo único diferente sería el año y la ropa. El traje negro le quedaba un poco apretado y el vestido blanco, teñido de polvo, se encontraba perdido en algún lugar de la casa.
“Diez años” –pensaba Eduardo cuando fue interrumpido por el sonido del teléfono. Era su hija mayor para desearle buenas noches.
“Diez años y tres hijos” –continuó inmerso en sus reflexiones.
“¿Cuándo llegará? –pensó al observar el reloj– Ya está retrasada de nuevo”.
Agarró el teléfono, pero un suave toque en la puerta lo contuvo. Abrió con brusquedad y se sorprendió al encontrarse con una esbelta mujer de ojos negros en vez de su delgada y grácil Beatriz.
La mujer, de cabello corto y negro, tez pálida y labios rojos, le sonrió.
“Tu esposa me ha enviado” –dijo entregándole un papel.
Eduardo reconoció de inmediato la letra de Beatriz. En la nota le pedía disculpas por el retraso, le explicaba sobre un imprevisto en el trabajo y le sugería disfrutar de los servicios de Sophie mientras ella llegaba. Repetía las disculpas y concluía con un te quiero.
Mientras leía la nota, la mujer del sobretodo negro entró en la habitación, cerró la puerta, bajó la intensidad de la luz, lo condujo hacia la cama y le pidió que se sentara. Eduardo, aún sin salir de su asombro, observó sus delgados y delicados dedos apoyar sobre la manta un maletín negro. Sus largas uñas hurgaron en el interior y acomodaron sobre la mesa de noche varios frascos.
Al terminar, Sophie se acercó y le pidió que se quitara la camisa. Eduardo no reaccionaba. Sus sentimientos oscilaban entre el miedo a una trampa y el deseo que le producía esa extraña mujer.
Sophie, al ver que Eduardo no reaccionaba, se quito el abrigo. Vestida con una ligera prenda negra y unos inmensos tacones, se sentó sobre las piernas del hombre. Eduardo observaba a la mujer desprender los botones y pensaba en Beatriz y su descaro: “Llegar tarde a su aniversario. Llegar tarde a ‘este’ aniversario”.
Cuando llegó al último botón, Sophie introdujo sus manos dentro de la tela y la separo del cuerpo. Con un leve empujón lo recostó sobre la cama. Eduardo no sabía qué hacer: “¿Estaría Beatriz probándolo? Él ya le había explicado que no tenía nada con Elisa”.
Sophie se levantó, abrió uno de los frascos y embadurno sus manos. Se quitó los zapatos, se sentó en la cama y apoyó la cabeza de Eduardo entre sus muslos. Eduardo la veía desde abajo. Ese rostro, maquillado en exceso pero hermoso, lo perturbaba: “¿Qué esperaba Beatriz de todo esto?”.
La mujer presionó con sus pulgares las sienes. Con movimientos delicados y circulares fue recorriendo toda la superficie de su rostro. Eduardo embriagado por el olor y la sensación cerró los ojos. Los delicados dedos de Sophie acariciaron su frente, su nariz, sus mejillas. Se detuvo en los labios un momento y luego finalizó con el mentón. Eduardo se abandono al disfrute, pero no dejaba de pensar: “¿Por qué otra mujer?, ¿Será que Beatriz ya no lo quería?, ¿Tendrá otro hombre?”.
A continuación, Sophie ladeó la cabeza de Eduardo dejando el cuello tenso y descubierto. Con el pulgar rozo la piel y dibujó un camino de sensaciones entre la parte baja de la oreja y el hombro. Luego, las yemas de sus dedos recorrieron los recovecos internos del oído alborotando hormigas en el estomago de su cliente. Eduardo ya no pensaba, solo disfrutaba: “Si esto era lo que Beatriz quería, él no se opondría”.
Al finalizar el otro lado del cuello, Sophie se levantó. Eduardo, sin abrir los ojos, escuchó como ella destapaba otro frasco, sintió una fragancia deliciosa esparcirse por el cuarto, notó como la cama se hundía cuándo ella se trepó sobre él, sintió el frío de la crema sobre su cuerpo, su corazón se aceleró cuando sintió las manos de la mujer rondando la parte baja de su abdomen, acercándose con gracia hacia el centro. No pudo resistir y abrió los ojos. Sophie lo miraba y sonreía. Eduardo sintió miedo.
–No te preocupes –dijo ella–, Beatriz me ha dado permiso –le explicó mientras se quitaba la peluca negra y dejaba al descubierto la cabellera castaña de su esposa.

El Bar

–Hola –dice Camila mirando a Rubén a los ojos.
–Hola –responde él algo sorprendido.
Camila se acerca aún más a Rubén, medio a propósito, medio empujada por los cuerpos sudados y húmedos de alcohol que se encuentran alrededor. Rubén nota algo distinto en ella. Su mirada no es la misma. Es directa y profunda, como en clases, pero hay algo más.
–Vine a buscarte –continúa Camila.
Rubén no sabe qué decir. Se calla. Ella continúa hablando.
–Me costó un poco convencer a mis amigos de venir hasta acá, ellos querían ir a bailar, pero yo tenía que verte.
–¿Cómo sabías donde encontrarme? –pregunta Rubén.
–Has nombrado este lugar un par de veces –responde ella con una ligera sonrisa mientras se aproxima más a él.
Rubén la observa. Sus ojos fijos en él, sus labios tan cerca, solo un pequeño declive de aire atestado a alcohol los separa de los suyos.
–¿Tu esposa esta aquí? –pregunta Camila.
Rubén siente un escalofrío en la espalda. Con un leve movimiento de cabeza responde que no.
–Mejor así –continúa ella.
“Parece otra persona” –piensa Rubén.
Camila sonríe.
–Anoche soñé contigo –continúa– y no he dejado de pensar en ti desde que desperté. Creí tener bajo control este sentimiento en la tarde, pero todo se derrumbo con la segunda cerveza.
Rubén, acosado por la mirada de Camila, comprende porque esta vez es diferente.
–Y ahora me es imposible tenerlo bajo llave –agrega ella mientras lo empuja sutilmente contra la pared y lo besa.
–Camila, vamos que ya es tarde. Camila, es que no me oyes. ¡Camila!
–Ah… disculpa… es que estaba pensando en otra cosa. Dime.
–Vamos que ya son las once de la noche.
–Pero si es temprano, porque no nos tomamos otra cerveza.
–Está bien, pero la del estribo. ¡Chicos! Una más y nos vamos, mañana hay que trabajar.