martes, 17 de enero de 2012

Yuruaní y el manto mágico

Capitulo I

Yuruaní cantaba, sentada en la orilla sin apartar su mirada del río. Era un canto lindo y melancólico, parecido al lento recorrido del agua que cruzaba entre sus pies. La niña estaba preocupada y necesitaba ayuda, por eso había acudido a ese lugar. Como no podía ir con su madre ni con su padre, y mucho menos con el abuelo, le urgía, entonces, encontrar a su amigo Arú.

En eso pensaba Yuruaní, con la vista fija en el fondo, cuando empezó a formarse, atrás en el río, al pie de la pequeña cascada, un remolino de agua azul. Al principio, el cambio en la corriente fue solo un leve movimiento circular, pero luego, a medida que Yuruaní cantaba, creció y creció hasta alcanzar una gran velocidad.

La niña, inmersa en su pensamiento y su canto, no percibió la alteración del agua y tampoco vio surgir, desde adentro del profundo espiral, la roja cabellera del esbelto y enigmático muchacho que se acercaba a ella, desplazándose sobre la corriente.

Tan concentrada estaba Yuruaní en sus problemas que no se dio cuenta de la presencia de su amigo, hasta que los largos y delgados dedos de él tocaron su hombro.

–Arú, ¡qué alegría verte! –dijo Yuruaní, luego de reponerse de la sorpresa.
–Tu llamada también me alegra –le respondió Arú, esbozando una delicada sonrisa–, pero ¿por qué lo has hecho?, sabes que es peligroso.
–Naba desapareció, y temo lo peor –respondió la niña, y le contó lo sucedido.

Naba era una pequeña danta que Yuruaní había encontrado mal herida una semana atrás. Yuruaní solía pasear por el bosque, recogía los animalitos heridos y los curaba. Esto lo hacía a escondidas de su familia porque no tenía permitido usar las artes curativas de su abuelo. Se lo prohibieron el día que la encontraron realizando el rito para extraer mapic de las hojas. Según su mamá y su papá, era muy pequeña para controlar esos poderes y podía hacerse daño. Pero Yuruaní, que solía respetar los deseos de sus padres, en esa oportunidad no hizo caso y siguió espiando a su abuelo, y realizando brebajes y hechizos curativos cuando no la veían.

Para ella, ayudar a sus amigos era mucho más importante que su propio bienestar. Por eso, cuando consiguió a Naba herida y sin conocimiento, se la llevó a su escondrijo, una cueva oculta entre los árboles, y la cuidó durante varios días.

–Se recuperó al quinto día –explicó Yuruaní–, ya estaba mucho mejor. Le di de comer y recostó su cabecita en mis piernas, fue muy bonito. Pero, cuando volví al día siguiente ya no estaba y encontré rastros de pelea. Algo me dice, muy dentro de mi corazón, que se la llevó el mismo que le había hecho daño.
–Yu, solo son suposiciones tuyas, con seguridad el animalito se sintió mejor y se fue dejando todo desordenado –señaló Arú.
–Arú, mis papás podrían decirme eso, pero tú no –respondió Yuruaní ofendida–, mis corazonadas te salvaron una vez, ¿recuerdas?, en este caso ocurre lo mismo.

Arú bajó la mirada avergonzado. Yuruaní tenía razón. Él seguía vivo gracias a ese extraño don y a la valentía de esa pequeña que, a pesar de todo el mal que él le había causado, arriesgó su vida para salvarlo.

–Lo siento, no volveré a dudar de ti –se disculpó Arú.
–¡Ni a raptarme! –recalcó la niña, de mejor humor.
–No me recuerdes eso –protestó su amigo–, ya te he pedido disculpas un millón de veces.

Arú era un Encantador del río y ellos solían capturar niños y llevárselos bajo engaño a su mundo, más allá del tiempo y del fondo del agua, para dejarlos allí atrapados, lejos de sus familias. No lo hacían por mal, sino por el amor al canto y al baile, y cuando encontraban un chiquillo excepcional en estas artes, no podían contenerse. Y eso fue lo que ocurrió con Yuruaní. Ella tenía la voz más hermosa de todas las que Arú había oído en su larga, larguísima vida. Por eso, cuando la escuchó cantar por primera vez, no dudó ni un instante en arrastrarla hasta su tierra de origen.

–Pero cómo olvidarlo –dijo la niña sonriendo–, fue así como nos conocimos y nos hicimos amigos.
–Bueno, pero basta, que también hay muchos recuerdos dolorosos –replicó Arú–, ahora cuéntame, ¿exactamente para qué me has llamado? –dijo a continuación, buscando cambiar el tema.
–Quiero que me lleves con Muuna, necesito que ella me ayude a averiguar el paradero de Naba –le explicó la niña.
–De ninguna manera Yu, es muy peligroso, tú no puedes regresar. Aikmá quiere capturarte y se ha vuelto más poderoso, podría hacerte daño, y eso no me lo perdonaría jamás.
–Pero debo encontrar a Naba, ella corre peligro, lo presiento, no la puedo dejar morir. Arú, por el fuerte lazo que nos une, tienes que ayudarme.
–Podría ser una trampa.
–Lo sé, pero es un riesgo que debo correr.
–Podrías quedar atrapada para siempre en mi mundo y no volver a ver a tu familia.
–Lo sé, lo sé, pero esto es más importante, por favor –suplicó Yuruaní.

Arú calló durante un momento. Conocía muy bien a su amiga. Sabía que nada la haría cambiar de idea. Alguien corría peligro, y ella no iba a descansar hasta ponerlo a salvo.

–Está bien, pero no te apartarás de mi lado en ningún momento –le advirtió Arú–, yo también me he vuelto más poderoso y esta vez Aikmá no me vencerá.
–Gracias –dijo Yuruaní abrazándolo–, todo va a salir bien, ya vas a ver.
–Espero que tengas razón –agregó Arú.

Y así, los dos amigos se levantaron. Yuruaní tomó del suelo su carcaj de mimbre donde guardaba la cerbatana y los dardos, y lo colgó a su espalda. Luego agarró su pequeña cartera de moriche donde llevaba las pociones y demás utensilios para hechizos, y la sujetó a su cintura. Cuando terminó de acomodarse, rodeó con sus brazos a Arú. Él la sujetó con fuerza y la llevó sobre el agua hasta la boca del remolino. Al llegar al centro se sumergieron en la corriente azul y desaparecieron bajo el movimiento circular, que poco a poco se fue cerrando hasta desvanecerse en un minúsculo punto.

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