domingo, 15 de junio de 2008

Las dos opciones

En la mañana, Isabela Tórreles aún continuaba molesta. Observando su imagen, en el espejo del baño, repasaba las palabras del terapeuta:

–Una mujer abandonada reacciona de dos formas: se enoja con todos los hombres y se aísla, o se vuelve loca y tiene relaciones sexuales con cualquiera.

Mirándose a los ojos, sintió crecer en su interior una inmensurable rabia. “Este estúpido quien se cree para hablar así de las mujeres”, pensó y luego, sin poder evitarlo, recordó el día que se fue su marido de la casa.

Tres años habían pasado, pero el dolor y la ira se mantenían intactos. Aun sentía un hueco en el estómago al recordar el correo electrónico de esa mujer y la foto, de ellos, desnudos, besándose, en un cuarto de hotel.

“Esa puta perra que el otro imbécil ama... ojalá y sea el hombre más miserable del mundo… espero que jamás sean felices, ni juntos, ni separados, ni con nadie más...”, pensó.

Trató de calmarse, pero un recuerdo la llevo a otro, y escucho de nuevo las palabras de su marido explicándole que el problema era ella. Ella que no sabía vivir sin él. Ella que no hacía nada bien. Ella que no era capaz de excitarlo. Él insultándola de esa manera y ella llorando y suplicando. Que estúpida había sido. Y al final se marchó, dejándola sola, sin plata y con los niños preguntando por él.

–¡Mamá, necesito el baño! –la interrumpió su hijo golpeando la puerta.

–¡Te esperas! –gritó y el niño se marcho cabizbajo.

Terminó de arreglarse y fue a preparar el desayuno. Ahora, sus pensamientos repasaban los días de soledad, de enfermedades y desvelos por los hijos. El resentimiento la asaltaba y no podía calmarse.

Llamó a su hija, pero aún no estaba vestida. Enloqueció a gritos, iban a llegar tarde. Le puso la ropa a empujones y comenzó a peinarla. Desenredaba el largo cabello sin ningún cuidado. La niña, adolorida, reprimía las lágrimas.

Ya listos, se sentaron a comer. Sus hijos, callados, masticaban a su lado. Ella solo pensaba en las deudas que se acumulaban. Al terminar, se cepillaron los dientes y se marcharon. Llegaron al colegio sin contratiempos e Isabela continúo rumbo a su trabajo.

Al llegar, se topo con su superior, y, al verlo, no pudo evitar recordar a su terapeuta:

–Aún no superas la ruptura de tu matrimonio y lo pagas con todos los hombres que te rodean, sobre todo con tu jefe.

“Mentira –pensó, mientras lo saludaba– Yo no tengo la culpa de que este güevon me mandara a callar en frente de todos. Se merecía que me levantara y lo dejara hablando solo. Quién se ha creído. Tuvimos algo, si, pero eso no le da poder sobre mí”.

Él le devolvió los buenos días y ella se fue a su escritorio. Prendió la computadora y buscó una taza de café. Cuando se disponía a revisar sus correos sonó el teléfono.

–No, lo siento, esa no es mi tarjeta de crédito –dijo, respondiendo la llamada–… si, lo conozco, es mi ex marido… Lo siento, pero si quiere anote su nuevo teléfono y usted misma le informa de la deuda… Lo entiendo, son más de seis meses sin pagar, pero no es mi culpa… No, ya no tengo nada que ver con él, disculpe –se excusó antes de colgar.

“Y pensar que por este hijo de puta y sus deudas no me dieron el crédito del auto, quien se iba a imaginar que tener una extensión de su tarjeta dañaría mi record” –protestaba para sí mientras respondía los correos.

Concluida la tarea, empezó a prepararse para la reunión de la tarde, revisando, con la gente a su cargo, cuánto habían avanzado en las tareas y si cumplirían las fechas estimadas de entrega. Se reunió con cada uno de ellos y, durante dos horas, solo escuchó razones justificando los retrasos. Se detuvo más tiempo con aquellos donde consideró que la explicación no bastaba.

–Excusas –le dijo al sexto empleado con el que se reunía–, tú has hecho esa tarea un montón de veces y sabes muy bien que no lleva más de una hora.

–Pero es que ayer me interrumpieron para…

–Mentira, ayer te vi haciendo cosas que nada tienen que ver con el trabajo, esta es la segunda vez que te lo digo, si no mejoras, no habrá una tercera oportunidad.

El chico salió muy molesto de la sala de reuniones, e Isabela, intentado calmarse, se quedo un rato repasando sus apuntes. Luego, actualizó el reporte que debía entregar en la tarde y, con preocupación, notó que estaban sumamente atrasados.

Intentó, entonces, para adelantar, resolver ella misma varias cosas, pero una llamada telefónica la interrumpió. Era un cliente enojado.

–Sí, entiendo, estamos haciendo lo posible por cumplir con usted… claro que comprendo la importancia, voy a tratar de tenerlo esta misma tarde… no, lo siento, antes va a ser imposible… puede hablar con mi jefe, no tengo ningún problema, ¿tiene su número?… ok, hasta luego.

“Este estúpido que se cree –pensó mientras colgaba–, me va a acusar con mi jefe, güevon, como si eso fuera a cambiar las cosas, si no se puede, no se puede”.

Al fin, pudo trabajar sin interrupciones y resolvió varias tareas. Al terminar, se fue a almorzar. Comió en treinta minutos y regresó a su puesto.

La reunión comenzó a las dos de la tarde, estaban todos los coordinadores y su jefe. El primero en hablar fue uno de los vendedores.

–Me gustaría saber si ya esta lista mi solicitud de hace dos semanas –le preguntó a Isabela.

–Hmm… –dijo ella revisando su reporte–, ya esta asignada y tiene fecha de entrega para dentro de dos meses –explicó.

–¡No pude ser! –replicó el otro– esto es muy urgente, es un nuevo cliente y no podemos esperar tanto.

–Lo siento, pero tenemos dos personas enfermas, una en período de prueba, y varios requerimientos de clientes más importantes –le indicó.

–¡Siempre lo mismo! –se quejó–, ¿Es que no entiendes la gravedad de esto?

–El que no entiende eres tú –dijo Isabela enojada–, hacemos lo que podemos.

El presidente de la compañía intervino y calmó las cosas. El resto de la reunión continuó igual de tensa pero sin gritos. Al terminar, todos se fueron, menos Isabela y su jefe.

–Tienes que controlar ese carácter Isabela –le dijo cuando se quedaron solos–, sabes que eso te impide ascender en la empresa.

–Y tú tienes que controlar a tus vendedores –le respondió ella.

–¿Porqué me tratas así?

“Pero este imbécil quién se cree” –pensó ella.

–Con ese carácter no vas a conseguir nunca un novio –continuó.

Isabela no dijo nada, pero se lo quedo mirando con rabia.

–Tienes que mejorar tu carácter y tu apariencia, mírate, estas toda despeinada y sin maquillaje.

“Por favor, como pude involucrarme con este tipo” –rumió para sí.

–Tú eres una mujer muy atractiva, pero tienes que venderte mejor, por ejemplo, ¿no has pensado en operarte los senos? Con unos más grandes tendrías a muchos hombres a tus pies.

–No me interesa un tipo que solo se fije en mis tetas –respondió Isabela– ¿Necesitas algo o me puedo ir? –cortó la conversación poniéndose de pie.

Su jefe se levantó, la tomo por los brazos e intentó besarla.

–Que te pasa –le dijo ella apartando el rostro–, yo no me voy a enredar más con hombres casados… y menos en donde trabajo –agregó, cerrando la puerta al salir.

“Cómo puede el terapeuta echarme toda la culpa a mí –pensó mientras caminaba a su escritorio–, es imposible que lo trate bien si me dice esa cantidad de estupideces”.

–Isabela, podrías ayudarme, aún no puedo solucionar… –la interrumpió en el camino uno de los empleados.

–Lo siento, ahora no puedo, resuélvelo solo –le contestó de mala gana y se fue a sentar.

“Es que no me van a dejar trabajar en paz” –pensó.

Por suerte, el resto de la tarde fue distinta, nadie más la molestó y pudo trabajar con tranquilidad, incluso, cuando llegó la hora de irse, se sentía contenta.

–Isabela, por favor, necesito tu ayuda –la detuvo un compañero de trabajo en la puerta.

–Ya es tarde, ¿no puede esperar a mañana?

–No, el sistema esta caído y no funciona, es un emergencia

–Pero tengo que buscar a mis hijos

–El cliente me está llamando cada 5 minutos, te necesito

Isabela llamó a su mamá, le pidió que pasara buscando a los niños, y volvió a sentarse en su escritorio.

Trabajó durante un rato, sin lograr resolver el inconveniente. El resto de la gente se fue yendo poco a poco y, al final, se encontró en la oficina a solas con su compañero, desesperada y molesta.

–¡Coño! –gritó– es tarde, me quiero ir y la verdad no me importa si no se soluciona.

–Pero el cliente está al teléfono, y no podemos dejarlo así, estamos perdiendo dinero

–No joda, ¿acaso soy la única que puede hacer esto?, ¿y los demás?

–Tranquila…

–Tranquila un coño… esta compañía es una mierda… y ni si quiera me pagan bien.

Al final, consiguió resolverlo, pero antes de irse a su casa tuvo que esperar medía hora más hasta comprobar que todo marchaba con normalidad.

Al llegar, sus hijos estaban comiendo, la abuela se despidió y los dejó solos. Isabela exhausta se sentó con ellos, sin poder dejar de pensar en el trabajo y los problemas que había tenido. Todos comían en silencio, cuando el niño, intentando agarrar el vaso, lo golpeo y esparció el contenido sobre la mesa. El líquido fue a dar en la falda de su madre.

–¡Coño, pero es que no pueden hacer nada bien! – gritó levantándose y secándose con una servilleta.

Los niños, asustados, la miraron con lágrimas en los ojos, y en ese momento, al observar como sus pequeños cuerpos temblaban de miedo, Isabela comprendió que el terapeuta, al fin y al cabo, tenía razón.

–Incluso, lo pagas con tus hijos, que nada tienen que ver –recordó mientras se encerraba en el baño y se lavaba la cara para ocultar las lágrimas.

Y ahí, observando su reflejo en el espejo, Isabella Tórreles se dio cuenta: se había transformado en una fiera monstruosa. Con la vista fija en su imagen, repasaba su rostro. El cambio físico era casi imperceptible, solo la delataban las pequeñas arrugas de su ceño y el leve torcimiento de la boca, pero ella sabía que la grotesca transformación era interna y que, de una u otra forma, era percibido por quienes la rodeaban. Y entonces, se acordó de las dos opciones de una mujer abandonada y se sintió peor.

“Y entre esas dos posibilidades, yo tuve que escoger la peor”.

miércoles, 16 de abril de 2008

La Peste

Las siete personas que cuidarían las tumbas esa noche esperaban en la entrada del cementerio. El día llegaba a su fin y el sol se despedía, con una caricia cálida, de los viejos mausoleos de mármol que descansaban entre las lápidas roídas y las flores marchitas. Marcela contemplaba el lugar con algo de admiración y miedo, nunca había estado en un cementerio a la hora de cerrar y probablemente jamás lo habría hecho, si no fuera por ayudar a los familiares de las víctimas. Junto a ella se encontraba su hermana Celina, su tía Ángela, su compañero de trabajo Raul y tres personas que no conocía. Por lo general, la labor de cuidar la evidencia lo hacían los cuerpos de seguridad, pero como ellos eran sospechosos no podían dejarlos a solas en las excavaciones.

Los policías llegaron ya entrada la noche, parecían asustados y no se disculparon por la tardanza. El grupo se sentó en la parte trasera de la patrulla. Marcela observaba el camino a través de la ventana enrejada. De cerca los mausoleos eran más impresionantes. La luz blanca de la luna dibujaba pavorosas sombras en los rostros de las estatuas aladas y, cada tanto, develaba el nombre de la persona que reposaba en alguna tumba. A medida que se acercaban a la montaña, el camino se tornó más oscuro y las sepulcros más escasos y humildes, hasta que desaparecieron por completo cuando comenzaron a subir.

El vehículo ascendió poco a poco y se detuvo en la cima. Bajo la tenue luz de una lámpara, que colgaba de una gran carpa, escucharon las instrucciones de lo que debían hacer: inspeccionar las excavaciones cada dos horas.

La patrulla se marchó y los dejó solos. Marcela, Celina y Raul fueron seleccionados para llevar a cabo la primera inspección. A la orilla del camino observaron el paisaje; de frente, el valle de luces se extendía de oeste a este y desaparecía sobre la gran montaña que los separaba del mar; abajo, la oscuridad ocultaba la existencia de un cementerio, solo el fétido olor que aumentaba a medida que se acercaban a las tumbas abiertas les indicaba que no estaban de excursión.

Las fosas se encontraban al borde del camino, sobre el barranco. Estaban tapadas con una lona negra sostenida por estacas. Al lado, también cubiertos, se encontraban los restos de los cadáveres recuperados por los médicos forenses. Se estimaba que había al menos sesenta y ocho personas enterradas, unas sobre otras, todas fallecidas durante los saqueos acontecidos dos años atrás.

Al regresar al campamento, encontraron a los demás discutiendo. Ricardo, uno de los chicos que Marcela no conocía, propuso jugar a la Ouija. A Ángela le parecía una maravillosa idea. Yolimar no quería. Raúl y Pedro, un amigo de él, apoyaron la moción sin titubeos. Marcela y Celina se opusieron. Pero al final ganó la mayoría y todos entraron dentro de la tienda.

Ricardo quedó encargado de invocar los espíritus. Con su rostro distorsionando por la luz de la linterna solicitó rezarán un padre nuestro. Marcela intentó tres veces completar la oración, pero no pudo recordar las palabras. A Celina y Yolimar les pasó lo mismo. Angela no se lo sabía. Los únicos capaces de terminar la tarea fueron los tres hombres.

Ricardo inició el segundo paso, con sus dos manos tocó el vaso, le pidió a los demás que hicieron lo mismo, y luego preguntó en voz alta si había alguna entidad que quisiera manifestarse. Marcela no podía despegar la vista de la tablilla, ni mover ninguna parte de su cuerpo. Los demás tampoco. Pero nada sucedió.

Entonces, Ricardo decidió intentarlo de nuevo. Mientras repetía su pregunta, Yolimar, quien se encontraba sentada de espaldas a la entrada, gritó, y todos observaron su rostro deformado por el pánico.

–Algo o alguien sacudió la puerta de la carpa– dijo, cuando pudo recuperar el habla.

Asustados, salieron de la tienda. Afuera no había nadie, pero a lo lejos, en dirección a las tumbas, la luz de la luna les debeló la lona ondeando y, parado al borde de la fosa, les pareció observar la silueta de un hombre que sostenía un arma, la cual, para su asombro, se desvaneció entre las espesas gotas de lluvia que comenzaron a caer.

–Tenemos que tapar la fosa –dijo Yolimar dando fin al atónito silencio que los invadió.
Ninguno quería subir. Culpaban a su imaginación por jugar con la oscuridad y el miedo a crear espejismos, pero no deseaban comprobar si era cierto.
–Es nuestro deber cuidar la evidencia – insistió Yolimar empapada por la lluvia que arreciaba.
Al final, sin poder rebatir el argumento, decidieron ir en dos grupos: las mujeres se encargarían de la lona y los hombres de revisar los alrededores. Con las linternas inspeccionaron todo el lugar, incluso detrás de la enorme roca que fungía de lapida, pero no encontraron a nadie. Celina, por su parte, trataba de alcanzar una de las puntas de la lona, mientras Marcela buscaba la estaca. La consiguió al borde de la fosa oscura.

Cuando se levantó, encontró a Celina parada a su lado. Frente a ella había un hombre. En su mano derecha sostenía un revolver y apuntaba al rostro de su hermana. Celina asustada retrocedió y cayó dentro de la fosa, llevándose parte del borde que no soportó su peso. El hombre bajó el arma, miró a Marcela, le dedicó una sonrisa cómplice y desapareció.

Marcela, alumbrando dentro de la fosa, llamó a su hermana con desespero. Celina no le respondió. La consiguió sentada en el suelo, petrificada de miedo, mirando a la pared frente a ella. La misma que se había desmoronado en su caída. Cerca del rostro de su hermana, Marcela observó una mano, de piel putrefacta, que colgaba. Abajo, entre los pies de Celina había un arma. La lluvia inclemente abrazaba toda la escena.

Ocho meses después del hallazgo, las hermanas Recio se enteraron de la identidad del hombre que conocieron esa noche. En vida fue uno de los hampones más peligrosos de Nuevo Horizonte. Según las investigaciones murió durante un tiroteo. Las circunstancias nunca fueron aclaradas, pero se presume que los culpables lo enterraron ahí, esperando desaparecerlo entre el anonimato y la impunidad que envolvían a las fosas comunes de La Peste.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El espíritu

Ella, de espaldas al altar, mira el río correr. Hoy, él partirá suspendido sobre las aguas cristalinas y turbulentas de la deidad, quién, en su viaje, lo apartará para siempre de su lado. A su espalda, el sacerdote canta y golpea contra su cuerpo la enorme ave, ofrenda del ritual.

Ella, desconoce el tiempo que él lleva aferrado a su aliento. Lo ha visto una sola vez, esa noche, cuando entre dormida y despierta, lo sintió al borde de la cama. Describirlo no puede, él es de aura, inmaterial, como un sueño. De ese encuentro recuerda, con azoramiento, un gélido vaho rosando sus labios.

El sacerdote ha dado la orden, ella tiene que partir, avanza sin mirar atrás. Sube las escaleras y espera. A orillas del río, la inmolación se lleva a cabo y el tozudo enamorado es obligado a quedarse, a no seguirla, es encerrado dentro de ese cuerpo sin vida. En seguida, el sacerdote eleva sus plegarias y, desde el torrente, las manos salpicadas de la diosa lo toman y lo arrastran. Ella lo siente, sabe que se ha ido, percibe la energía regresando a su cuerpo.

En la noche, duerme tranquila por primera vez. En el sueño, se ve deambulando entre las tiendas de un mercado de pueblo. Es de día, está rodeada de flores y frutas, de colores y perfumes, de sonrisas. Ella va caminando, observando, feliz. Entonces, al pasar al lado de un canasto, se asoma un espíritu, aire condensado con forma de llama, que al verla se enamora de ella.