viernes, 14 de diciembre de 2007

Aniversario

Eduardo, sentado en la cama, observaba la habitación. Beatriz llegaría en cualquier momento y esperaba que los detalles revivieran aquella noche. La misma habitación, el mismo vino, el mismo día; lo único diferente sería el año y la ropa. El traje negro le quedaba un poco apretado y el vestido blanco, teñido de polvo, se encontraba perdido en algún lugar de la casa.
“Diez años” –pensaba Eduardo cuando fue interrumpido por el sonido del teléfono. Era su hija mayor para desearle buenas noches.
“Diez años y tres hijos” –continuó inmerso en sus reflexiones.
“¿Cuándo llegará? –pensó al observar el reloj– Ya está retrasada de nuevo”.
Agarró el teléfono, pero un suave toque en la puerta lo contuvo. Abrió con brusquedad y se sorprendió al encontrarse con una esbelta mujer de ojos negros en vez de su delgada y grácil Beatriz.
La mujer, de cabello corto y negro, tez pálida y labios rojos, le sonrió.
“Tu esposa me ha enviado” –dijo entregándole un papel.
Eduardo reconoció de inmediato la letra de Beatriz. En la nota le pedía disculpas por el retraso, le explicaba sobre un imprevisto en el trabajo y le sugería disfrutar de los servicios de Sophie mientras ella llegaba. Repetía las disculpas y concluía con un te quiero.
Mientras leía la nota, la mujer del sobretodo negro entró en la habitación, cerró la puerta, bajó la intensidad de la luz, lo condujo hacia la cama y le pidió que se sentara. Eduardo, aún sin salir de su asombro, observó sus delgados y delicados dedos apoyar sobre la manta un maletín negro. Sus largas uñas hurgaron en el interior y acomodaron sobre la mesa de noche varios frascos.
Al terminar, Sophie se acercó y le pidió que se quitara la camisa. Eduardo no reaccionaba. Sus sentimientos oscilaban entre el miedo a una trampa y el deseo que le producía esa extraña mujer.
Sophie, al ver que Eduardo no reaccionaba, se quito el abrigo. Vestida con una ligera prenda negra y unos inmensos tacones, se sentó sobre las piernas del hombre. Eduardo observaba a la mujer desprender los botones y pensaba en Beatriz y su descaro: “Llegar tarde a su aniversario. Llegar tarde a ‘este’ aniversario”.
Cuando llegó al último botón, Sophie introdujo sus manos dentro de la tela y la separo del cuerpo. Con un leve empujón lo recostó sobre la cama. Eduardo no sabía qué hacer: “¿Estaría Beatriz probándolo? Él ya le había explicado que no tenía nada con Elisa”.
Sophie se levantó, abrió uno de los frascos y embadurno sus manos. Se quitó los zapatos, se sentó en la cama y apoyó la cabeza de Eduardo entre sus muslos. Eduardo la veía desde abajo. Ese rostro, maquillado en exceso pero hermoso, lo perturbaba: “¿Qué esperaba Beatriz de todo esto?”.
La mujer presionó con sus pulgares las sienes. Con movimientos delicados y circulares fue recorriendo toda la superficie de su rostro. Eduardo embriagado por el olor y la sensación cerró los ojos. Los delicados dedos de Sophie acariciaron su frente, su nariz, sus mejillas. Se detuvo en los labios un momento y luego finalizó con el mentón. Eduardo se abandono al disfrute, pero no dejaba de pensar: “¿Por qué otra mujer?, ¿Será que Beatriz ya no lo quería?, ¿Tendrá otro hombre?”.
A continuación, Sophie ladeó la cabeza de Eduardo dejando el cuello tenso y descubierto. Con el pulgar rozo la piel y dibujó un camino de sensaciones entre la parte baja de la oreja y el hombro. Luego, las yemas de sus dedos recorrieron los recovecos internos del oído alborotando hormigas en el estomago de su cliente. Eduardo ya no pensaba, solo disfrutaba: “Si esto era lo que Beatriz quería, él no se opondría”.
Al finalizar el otro lado del cuello, Sophie se levantó. Eduardo, sin abrir los ojos, escuchó como ella destapaba otro frasco, sintió una fragancia deliciosa esparcirse por el cuarto, notó como la cama se hundía cuándo ella se trepó sobre él, sintió el frío de la crema sobre su cuerpo, su corazón se aceleró cuando sintió las manos de la mujer rondando la parte baja de su abdomen, acercándose con gracia hacia el centro. No pudo resistir y abrió los ojos. Sophie lo miraba y sonreía. Eduardo sintió miedo.
–No te preocupes –dijo ella–, Beatriz me ha dado permiso –le explicó mientras se quitaba la peluca negra y dejaba al descubierto la cabellera castaña de su esposa.

2 comentarios:

Prof. Ramón Anselmo Rengifo Avendaño dijo...

Interesante, me gusta ese manajo metaforico. Sentí fortaleza en todo el relato y en ningún momento me dio flojera opr detenerme
excelente

Prof. Ramón Anselmo Rengifo Avendaño dijo...

Interesante, me gusta ese manajo metaforico. Sentí fortaleza en todo el relato y en ningún momento me dio flojera opr detenerme
excelente